Por Juan Soto
En un día sombrío, entre la tenue luz que la ciudad de la lluvia ofrecía, mis pasos me llevaron por las calles de Liceo. Era una jornada más de tantas, donde el hálito fresco de la mañana, apenas sentido, se mezclaba con la humedad persistente de la noche anterior. Bajo mis pies, las hojas, antaño vibrantes, yacían ahora deshechas por el incesante peregrinar de los transeúntes, un tapiz efímero de la vida que se desvanece. Mi cámara fotográfica, un ingenio de precisión para futilidades, salvo cuando captaba la esencia inmaculada de la Naturaleza, pendía de mi mano, testigo silencioso de mis divagaciones.
Al doblar la esquina del Liceo, un viento helado me obligó a ajustar mi jubón oscuro, cuyos botones relucían como ojos de azabache. Mis ojos, acostumbrados a la observación minuciosa, se posaron entonces en una catedral gótica que se alzaba majestuosa al otro lado de la calle. Su pétrea magnificencia se erguía hacia los cielos, como un himno silencioso a una fe antigua. A sus flancos, dos ángeles custodios, esculpidos en la dura roca, brandían espadas desenvainadas: una apuntaba al cenit, la otra al abismo. El de la izquierda, insólitamente, exhibía una serpiente enroscada que ascendía desde sus pies, abrazando el arma con una elocuencia perturbadora.
Entre estos dos ángeles flamígeros, los escalones de la entrada invitaban al umbral de las puertas principales, sobre las cuales un vitral circular de inefable belleza se mostraba en el centro superior. Su intrincado diseño me recordó vivamente los arcanos vitriales del alquimista F. Detuve mi marcha, absorto en la contemplación de esta obra de arte, cuya lejanía apenas me permitía vislumbrar el altar y los cirios encendidos por la devoción de los fieles. Mi curiosidad, siempre un fiel compañero, se deleitaba en la intrínseca belleza de la edificación.
Sin embargo, mi mirada fue inexorablemente atraída de nuevo hacia el ángel de mi izquierda, en particular hacia la serpiente que lo adornaba. Una pregunta ineludible surgió en mi mente: ¿Por qué un ángel en una catedral que proclama la fe cristiana portaría una serpiente, símbolo ancestral de protección o autoridad, tan vinculado a las sombras del Génesis? En ese instante, una revelación se hizo clara, como un rayo de luz en la penumbra. Comprendí la intrincada conexión entre este mundo caído y las fuerzas del mal.
El simbolismo, percibí, no es meramente una forma de expresión artística; es una herramienta insidiosa para penetrar la mente, un lenguaje velado que guarda mensajes entre los iniciados de las ciencias ocultas. Y aquella catedral, lejos de ser una excepción, se revelaba como una continuación de un engaño serpentino que, cual hilo invisible, se extiende hasta nuestros días.
El que tenga oídos para oír, que oiga.

Deja un comentario